La mesa lucia reluciente, adornada con muchos bocadillos, botellas de vino y un bello pastel. Había flores por todos lados; rosas blancas, como a mi me gustaba. Decoraron con luces tenues toda la sala y en una esquina se preparaba un trio de violines para tocar las mañanitas en cuando todos decidirán aplaudir y celebrar.
Poco a poco los invitados comenzaban a llegar. Desde lejos observaba los obsequios que se acumulaban sobre una mesa en la puerta de entrada; todos sonrientes, todos finamente vestidos, todos felices por el cumpleaños.
El momento llegó, los violines comenzaron a sonar con unas mañanitas finas, las mujeres sonreían al cantar y los hombres admiraban la belleza de la festejada, todos se veían tan felices, tan dichosos. Esa tarde era mi cumpleaños, yo estaba tan conmovida por la escena y el momento, hasta que un hombre se paró frente a mí y me sacó a rastras. Parece que las celebraciones sólo son para los amados y no para los indigentes.